Por Jijiji
“Sueño con una puerta:
armo mi
cerrojo
como una
llave.
Como en todos
los
bellos sueños
humanos,
la puerta da
a un jardín.
Pero mi llave
abre hacia
adentro,
donde solo
hay sombra,
perfume y rumor
de hojas y de
viento.”
Liliana Lukin ([2])
¿Hay alguna razón para llamar joven a una persona de más de 40 años, cómo hacen los diarios con
el gerente de YPF, el viceministro de economía o el presidente de Aerolíneas
Argentinas?
De todo lo que se ha dicho a favor y en contra de
estos titulares, ni unos ni otros han cuestionado este calificativo. A lo sumo
lo han explicado desde el punto de vista sociológico ([3]).
Podemos sin embargo arriesgar una hipótesis menos
descriptiva: que cuando las personas a las que se refieren los diarios
realmente eran jóvenes –es decir, antes de los 30 o 35 años- no tenían quién los escuchara, por
eso ahora aparecen como recién llegados o “nuevos”.
Elsa Drucaroff ([4])
nos propone una idea siniestra y a la vez sanadora (por lo que tiene de sanador
toda explicación): que la “generación
militante”, aquella conformada –según su categorización- por personas que
al momento de la asunción de Cámpora tenían como mínimo 13 años (por lo tanto
nacidas antes de 1961), no permitió que nadie ocupara su lugar de jóvenes rebeldes. “No les deja el puesto ni escucha la rebeldía
sui generis que los nuevos proponen. Hacerlo
sería admitir la derrota….Negar a la generación lozana su novedad y rebeldía es
negarle la juventud; la sociedad les dice a sus hijos que no son juventud. Es
decir: que no son”.
En la genealogía de Drucaroff esos “nuevos” a los que
se les ha negado la juventud son los nacidos a partir de 1961, los que hoy
tienen menos de 51 años, empezando por los que adquirieron conciencia ciudadana
hacia el fin de la dictadura. Drucaroff, que lo analiza desde la literatura, encuentra
como obsesiones frecuentes de estos escritores y escritoras “el quiebre de la transmisión
generacional, el desencanto, el misterio sobre el pasado de
los adultos, la necesidad de hacer oír en la literatura una voz desprestigiada que suena en la sociedad sin que la tomen en serio”.
Observa “manchas temáticas” que se repiten en la obra de estos escritores: “la presencia de dos hermanos, uno de los
cuales es inimitable y está muerto, la aparición insistente del campo temático
de lo fantasmal, el desencanto” y “la llamativa recurrencia temática del filicidio”.
En la ficción literaria, la “generación militante” está simbolizada por los padres, es decir,
por los que eran adultos antes de 1976, por los que vivieron en ese momento y
por lo tanto saben qué fue lo que
pasó antes del hecho traumático, pero
sin embargo no hablan, porque hablar supone hablar de la derrota.
¿Tiene dueño la historia
anterior a 1976? ¿O puede ser transmitida, escuchada y discutida sin tabúes? ¿Quién abre el cerrojo para cruzar de
un lado al otro de la dictadura? ¿Cómo se llena con sentido –acciones,
sentimientos, ideas, biografías colectivas- ese tramo de la historia que
todavía no hemos terminado de comprender, ni de traducir a un lenguaje nuevo,
de este siglo XXI?
Juventud, rebeldía, tener
derecho a hablar, a ser escuchados, a “ganar
la hegemonía”, parecían formar parte de un estado vital suspendido en el
tiempo, congelado, intocable, patrimonio de generaciones que
fueron castigadas justamente por apropiarse de él hasta sus límites más
extremos.
Ahora
que “los nuevos” están empezando a aparecer en la vida pública ocupando lugares
de poder, algunos los descubren como si tuvieran la lozanía de la primera juventud,
cuando en realidad la mayoría ha estado militando (al igual de los que, fuera
de la política, han estado viviendo, trabajando, pensando, creyendo,
escribiendo, sosteniendo esas mismas ideas) desde hace mucho tiempo. Quizá esta
caracterización de “joven” involuntariamente nos esté mostrando lo negado: que durante casi treinta años dos
generaciones “postdictadura” se han escuchado como en sordina o, diría
Jacques Rancière, han tenido la voz, pero no la palabra ([5]).
Si el hecho traumático ha dificultado la reflexión a
unos, también ha creado una especie de temor reverencial a preguntar a los
otros, atados a lo que Drucaroff llama el “tabú
del enfrentamiento”: la imposibilidad
de dar una discusión profunda, un debate de ideas real y sin concesiones.
Los juicios a los represores y las políticas de la memoria han sido una forma
indispensable y necesaria (trabajosa y valiosísima) de socializar el
conocimiento, sin embargo, de alguna manera, enfocadas generalmente en los
hechos posteriores al 76 ([6])
y estructuradas en base a testimonios, estas metodologías también reafirman esa
“brecha irreductible”, abierta en ese momento, entre los que los que tienen el
conocimiento y los que no, entre los que saben y los que no ([7]).
El idioma de la traducción de
la historia, para que sea inteligible, dice Rancière, “no puede ser dado si no se cuenta la historia, pero tampoco sólo por
los que la cuentan” ([8]).
Porque no
se trata del saber como mera información, que puede circular en ámbitos
más o menos cerrados (la academia, libros y revistas especializadas, ciertos
diarios y blogs, ambiente judicial, organizaciones de derechos humanos). Dice
Elsa Drucaroff: “…´saber lo que pasó´ no
significa tener los datos, ni porque éstos se hayan difundido masivamente, ni
siquiera porque el juicio de valor condenatorio contra el gobierno militar y la
masacre de la que es responsable se haya vuelto políticamente correcto; todo
esto puede ocurrir y ocurre en buena medida, pero no quita al asunto su
profundo y doloroso misterio, el horror traumático, el miedo, las heridas sin
cerrar, las culpas nunca sumidas, las preguntas y respuestas
silenciadas que persisten en la sociedad y, que retornan como lo
siniestro a los imaginarios de buena parte de nuestros escritores de
postdictadura”.
Se trata de un saber más amplio, más integrador, más democrático. Me sitúo
entonces, para no hablar “desde ningún lugar”. Como ciudadano común (ni
intelectual, ni militante de una organización política o social), perteneciente
a una generación postdictadura, digo que ese conocimiento no ha llegado a mí, y
si ha llegado ha sido fragmentario, parcial, siempre con una cuota de
ininteligibilidad y reserva que lo hace inaccesible y elitista.
Y antes de que alguien parafrasee el viejo slogan de
que “la juventud no debe pedir la palabra sino que debe tomarla” (escuchado no
hace mucho a un conocido intelectual de un colectivo kirchnerista, conformado casi
exclusivamente por adultos mayores), para convertirlo en “no se informa el que
no quiere”, me atrevo a decir que si reconocemos que todos
tenemos derecho a saber, entonces necesariamente todos tendríamos la obligación de transmitir, de asegurarnos
que la información llegue a las generaciones que nos siguen, pero no sólo en
forma de dato duro de acceso restringido, sino de reflexión, autocrítica,
diálogo, duda, pregunta, intercambio, afecto, debate abierto.
“Sueño con ser
recibido,
que mi madre
tome mi
rostro entre
sus manos y
no pueda
dejar de
llorar.
Sueño con
perder
el miedo como
se pierde
el amor:
practicando
su falta.”
Es justamente en el discurso del martes 21 de junio de 2011,
en el que anuncia su voluntad de proponerse a la reelección, cuando Cristina
habla por primera vez del “puente entre generaciones”. Dijo: “Creo que ese debe ser mi rol: un puente
entre las nuevas generaciones y las anteriores y como yo, que tomamos la posta
de otros y seguimos adelante para construir esta Argentina que
estamos viviendo entre todos” ([9]).
No casualmente, Horacio Verbitsky, ese domingo 26-6-11
encabezó su nota en Página12 ([10])
– reproducción de un discurso en homenaje a Paco Urondo- con el título “Puente entre generaciones”. Allí dijo,
luego de contar algunas anécdotas de los militantes, incluidos los
sobrevivientes de Trelew: “Si alguna lección se puede sacar
de esta historia, es que además de la voluntad y de la entrega es
imprescindible el pensamiento propio, la crítica y la autocrítica, que no hay que ser complaciente
con los compañeros ni autoindulgente, que no debe aceptarse nada a libro
cerrado, ni olvidarse la dimensión de los afectos para convertir a nadie en una
fría máquina de nada. Estoy triste, porque fuimos protagonistas de un fracaso, porque somos parte de una
tragedia. En mis primeros diálogos con Juan Gelman después de la derrota,
cuando nos reencontramos al cabo de años de no saber del otro, le decía que nuestra máxima
aspiración podría ser convertirnos en combustible fósil que sirviera de abrigo
a las nuevas generaciones. Por eso también estoy feliz al ver el comienzo de la
reconstrucción de tantas cosas que fueron destruidas y el surgimiento de esas
nuevas generaciones para las que somos punto de partida de su propia marcha.
No para repetir la misma historia, lo
cual es imposible e indeseable, porque el país y el mundo han cambiado, pero sí
para luchar con otros medios y en otro contexto por los mismos valores por los que lucharon ellos, a
quienes, ahora, aplaudimos”.
Aunque todos intuimos qué es un puente
intergeneracional, seguramente hay muchas formas de construirlo y de pasar
caminando por encima de él.
A pesar de las buenas intenciones, será difícil si
sólo se trata de un gesto simbólico que deja intactos los nervios que bajan por
el statu quo, o de una sustitución
pragmática producto de la necesidad de recambio generacional. O si quienes
atraviesan ese puente para este lado les dicen a los jóvenes que tengan su
propio pensamiento y a la vez les indican lo que tienen o no tienen que hacer
(al estilo paralizante de la maldición contra Spinoza que le veda entrar y salir,
acostarse y levantarse). Será difícil también si los jóvenes deben tomar la posta de héroes a los que hay que
aplaudir de pie o si la puerta hacia el pasado abre hacia un mito y se cierra a
la mirada histórica.
Drucaroff habla de las obras literarias en la que la
voz de sus autores se disfraza con el deseo
de los padres (sería una especie de “mirada travesti”, literalmente recreada en la novela “Los Topos” por Feliz
Bruzzone, hijo de desaparecidos). En el prólogo de la antología de poesía “si
Hamlet duda le daremos muerte” ([11])
los platenses Julian Axat y Juan Aiub, también hijos de desaparecidos, hablan
de nuevas generaciones que funcionan
como “médium” de las voces de quienes las precedieron: “los hijos de la vieja generación de poetas
no alcanzan a consolidar una voz que los separe, identifique, represente….Esa
es la cuestión: sobrellevar la angustia de la influencias o encontrar la forma
de liberarse de ellas para asumir una estética propia…Una cosa es la resistencia –dicen- y otra distinta es la formación de una voz representativa que, por un
lado, nos separe de viejas vanguardias, y por el otro nos emancipe de la
derrota cultural en la que vivimos”. Visibilizar esas voces es el objetivo
de la antología. Unas páginas más adelante, Emiliano Bustos, también hijo de
padre desaparecido, dice: “Como Hamlet,
todas las generaciones de poetas han tenido sus fantasmas y sus padres.
Nosotros, poetas más o menos jóvenes
pero actuales, padecimos la muerte de muchos padres y el posterior ocultamiento
de cuerpos, lugares, obras. Como defensa no fue un mal ataque darle voz a los
fantasmas. Pero claro, el tiempo pasado entre fantasmas puede volverse
demasiado real. Y entonces hay que dejar la duda, desmalezar, avanzar y largar
peso. Pero
largar peso no es perder historia. Es criticar, discutir.”
Y si bien para cada uno tendrá una impronta diversa,
no es necesario ser hijo de desaparecidos (al pronunciarlo por cuarta vez en
dos párrafos, el sustantivo en que se ha convertido esta palabra me resuena
como insuficiente, como si no pudiera abarcar las singularidades que contiene)
para experimentar esa sensación
de pérdida de la voz propia, de dificultad para tener la palabra.
“Sueño con volver
al regazo aún atroz
del mundo,
con los libros que he
escrito, carne de mi
carne,
dentro
del saco, como
almohada”
¿Hablar o no hablar en “el idioma de los padres”?. Esa es la cuestión literaria, artística
y también política ([12]).
Alguien ha tomado una
decisión y ese es Capusotto. Capusotto,
Saborido y Bombita Rodríguez, el “Palito Ortega montonero”, cantante de la
época de los 70 “injustamente olvidado”.
Bombita Rodríguez, dice Horacio Gonzalez ([13]),
“significa un alerta para todos nosotros.
Nos revela los obstáculos que hay que superar –si es posible hacerlo- para referirnos en términos críticos pero hospitalarios hacia el pasado”.
Bombita es “el
desarme humorístico de la lisura que el consenso de época había configurado”
sobre las luchas de los 70, dice María Pía López ([14]),
es “la potencia de la revisión hecha sin
cinismo”. Bombita “nombra un modo de
la memoria, antes que revelar algo sobre el modo en que transcurrieron las
vidas militantes. Pero ese modo de memoria extrae y pone de relieve precisamente aquello que
otras memorias preferirían leer en su dimensión trágica o en su efecto político”.
¿Pero cómo lo hace? ¿Cómo hace Bombita para revertir ese “trabajo de alisamiento sobre las imágenes
del pasado”?
Como punto de partida podemos pensar en una apropiación artística del “idioma de los padres”, al estilo de
la apropiación de la Gioconda por Duchamp, irreverente, creativa, descolocante.
Sin embargo, en el caso de Capusotto, la cantidad de significados superpuestos que
encierra la hacen más difícil de explicar. Sí, porque traduce al lenguaje del arte, no otra obra de
arte canonizada, sino un objeto complejo que viene de otra dimensión: un tramo
de la Historia nacional que todavía esconde sus significados, en la que además
el propio artista y todos sus contemporáneos se encuentran incluidos. No es un
gesto de rebeldía o provocación, un (mero) parricidio simbólico, hay realmente la creación de un
lenguaje nuevo hecho con hebras de “la
lengua trunca de los padres”, con hebras de la lengua inacabada de los
hijos, de la lengua de la televisión, de la música, de la política, de
lo social, de lo implícito, de los afectos, del humor, del pasado y del
presente, de la ficción y de lo real, del que actúa y del que mira.
“Esa suelta de
palabras dormidas, extraídas de sus amarras con encanto infantil, se resuelve
en una risa que obliga a nuestra conciencia a ver nuevas relaciones.
La realidad es siempre alimentada por más elementos y relaciones que las que
nuestro conocimiento supone”, dice Horacio Gonzalez. “Bombita Rodríguez, fantoche desbocado, llama a la condescendencia
reflexiva, y así libera al pensamiento como lo
haría cualquier texto fundamental de los teóricos de la política”. Sí, con
la diferencia que el texto de
Bombita se lee por todas partes, y no hace falta ser intelectual ni militante para
llevarlo dentro del saco como almohada.
Este “collage de contrastes puros”
([15]),
este “pastiche” surrealista ([16]),
este borramiento de fronteras entre lógicas heterogéneas, es una característica de la acción política emancipatoria,
como sugiere Rancière, ([17]).
Rancière analiza la cuestión en el teatro y en la
relación pedagógica. Propone la abolición del abismo entre el actor y el
espectador, entre el conocimiento y la ignorancia. No hay alguien que sabe y
alguien que ignora, alguien que actúa y alguien que mira pasivamente. Se trata
de encontrar cómo todas las maneras de
contar una historia “se traducen
mutuamente”: hay que encontrar el idioma adecuado para esa traducción y para
esa contratraducción. Ese idioma, de hecho, no puede ser
leído sino por aquellos que lo traducen poéticamente “a partir de su propia
aventura intelectual”.
Lo saben los movimientos feministas y sus luchas por
romper la “distribución de roles” y reconfigurar “la división del espacio y del
tiempo”. Para Rancière, estas oposiciones -mirar/saber, apariencia/realidad,
actividad/pasividad- son todo menos oposiciones lógicas entre términos bien
definidos. Clasifican arbitrariamente una división de lo sensible, una
distribución a priori de las
capacidades e incapacidades ligadas a esas posiciones. Son alegorías encarnadas
de la desigualdad. Cuando se comprende que las formas que estructuran las relaciones del decir, del ver y del hacer
pertenecen, ellas mismas, a la estructura de la dominación, podemos
hablar de una “división policial de lo sensible”, es decir, de una relación
“armoniosa” entre una ocupación y una capacidad. Para Rancière, la emancipación social significa,
de hecho, la ruptura de este
acuerdo entre “ocupación” y “capacidad” que representa la dificultad impuesta
de conquistar otro espacio y otro tiempo. La política es la práctica que rompe
ese orden de la policía. Lo hace mediante la invención de una instancia de enunciación colectiva
que rediseña el espacio de las cosas comunes.
En una reunión de heterogéneas metodologías, que entremezcla
idiomas petrificados y otros en construcción, Capusotto ha hecho sentir, en el
campo de la política, las formas
de estructuración de la experiencia sensible propias de un régimen del arte:
la superposición de temporalidades no lineales, el hacer ver aquello que no era
visto o de hacer ver de otra manera aquello que era visto demasiado fácilmente,
el poner en relación aquello que no lo estaba. Ese es el trabajo de la ficción,
dice Rancière. La ficción no es la creación de un mundo ficcional imaginario
opuesto al mundo real. Es el
trabajo que produce disenso, que
cambia los modos de presentación de lo perceptible y las formas de enunciación
al cambiar los marcos, las escalas o los ritmos, al construir relaciones nuevas entre la apariencia
y la realidad, lo singular y lo común, lo visible y su significación.
Las prácticas del arte, dice Rancière, y nos convence,
no son instrumentos que proporcionen formas de conciencia ni energías
movilizadoras en beneficio de una política que sería exterior a ellas. Pero tampoco salen de sí mismas para convertirse
en formas de acción política colectiva. Ellas contribuyen a diseñar un paisaje
nuevo de lo visible, de lo decible y de lo factible. Ellas forjan contra el
consenso otras formas de “sentido común”, formas de un sentido común polémico.
Pero siempre, sin anticipar el efecto, dejando una parte
indecidible, en tensión. Aquella que, cada vez que miramos a Bombita Rodríguez,
nos lleva a preguntarnos: ¿de
qué nos reímos? ¿por qué es tan bueno?
[1]
Tomé esta frase de un poema de Inés Aprea,
platense, 1985: ¿será
preciso/hablar/en el idioma/de los padres/¿será un pecado/capital/hablar en la
lengua/trunca/de los padres/¿repetir/por pereza/¿imitar/por soberbia/¿envidiar
con/ira la avaricia/de los padres/la lujuria/de las madres/caídas en carne/de
batalla. vida/¿cómo se decía/en el
idioma de los padres/¿cómo se decía/mujer/en
el idioma/de los padres/¿se decía/hombre/hambre/nube/susto/en el idioma
de los padres/¿guerra/se decía /¿ratas/¿perros/¿errotas o/derratas/¿alegría/se decía/¿se decía fiesta/¿se
decía/plaza/¿cómo se decía/nube/cielo/estrella .El primero publicado en la
antología “si Hamlet duda le daremos muerte”, libros de la Talita Dorada, City
Bell, 2010.
[2] Liliana Lukin, “La Etica demostrada según el orden
poético”, Ediciones La cebra, 2011. Todos los epígrafes están tomados de allí.
[3] “Ser joven ya no es lo mismo”, de Juan Martín Bustos,
en “Le Monde Diplomatique” de mayo/2012, dentro del Dossier “La política de los
jóvenes”.
[4] Elsa Drucaroff, “Los prisioneros de la torre”, Emecé,
2011
[5] Jacques Rancière, “El malestar en la estética”,
Capital Intelectual, 2011
[6] Ver por ejemplo en la Provincia de Buenos Aires: http://jovenesymemoria.comisionporlamemoria.net/?page_id=356
[7] Un análisis crítico de este proceso de memoria y
reparación puede verse en “¿Nostalgia del presente?”, de Verónica Gago y Diego Sztulwark, en “La
sonrisa de mamá es como la de Perón. Capusotto: realidad política y cultura”,
Imago Mundi, 2011
[8] Jacques
Rancière, “El espectador emancipado”, Manantial, 2010
[11] “si Hamlet duda le daremos muerte. Antología de
poesía salvaje”, Editorial de la Talita Dorada, City Bell, 2010
[12] lo dijimos en nuestra primera
editorial: “DIVERSIDAD” en http://clasemediak.blogspot.com.ar/2011/10/bienvenidos.html y también después: “LA DISTANCIA
ENTRE TENER LA VOZ Y TENER LA PALABRA” en: http://clasemediak.blogspot.com.ar/2012/03/la-distancia-entre-tener-la-voz-y-tener.html
[13] Horacio González, “A la sombra de Bombita Rodríguez”,
en “La sonrisa de mamá es como la de Perón. Capusotto: realidad política y
cultura”, Imago Mundi, 2011
[14] María Pía López, “La imagen que faltaba”, en “La
sonrisa…”
[15] Horacio González, ídem
[16] “¿De qué se ríen? Aproximaciones al humor crítico de
Bombita Rodríguez”, en “La sonrisa…”
[17] Jacques Rancière, “El espectador emancipado”,
Manantial, 2010
muy buena nota. podría ir a un libro que estamos armando. les dejo mi mail, podrían contactarse? serveres@hotmail.com.ar
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